El patrón que todas las relaciones Austenianas siguen

En su aguda crítica de la sociedad que la rodeaba, Jane Austen tuvo el tino y la visión de analizar, a un profundo nivel humano, las relaciones humanas. Esto incluye, como bien sabemos, el análisis de las relaciones románticas en torno a las cuales giran los argumentos de sus novelas, y que inevitablemente acaban en matrimonio. No ha de pasarse por alto que Austen no sólo defiende en sus finales los matrimonios por amor, en oposición a aquellos por dinero o estatus social a los que se ven empujadas algunas heroínas o personajes secundarios, sin tanta suerte como las primeras. En una época en la que el matrimonio era un negocio, y la urgencia de encontrar marido era capital en la vida de las mujeres si no querían encontrarse en la indigencia o en serios apuros económicos, amén de falta de posición social, la autora defendió la construcción de relaciones románticas sin precipitación. Los noviazgos en la época de Regencia eran cortos; poco tiempo tardó el señor Elton en volver a Highbury con una esposa adecuada en Emma, y menos aún tardó el señor Collins en sucumbir a los encantos (o acertadas atenciones) de Charlotte Lucas, y decidir que había dado con la candidata adecuada para ser su esposa en Orgullo y Prejuicio.

No obstante, es de destacar que las principales heroínas de sus novelas canónicas siguen un largo, y a veces doloroso, proceso antes de alcanzar un entendimiento absoluto con sus pretendientes y culminar en el ansiado matrimonio. Se consideran en esta reflexión a las protagonistas de las novelas: Emma, Catherine Morland, Elinor y Marianne Dashwood, Anne Elliot, Elizabeth Bennet, y Fanny Price. Pero también a tener en cuenta son Jane Bennet y Harriet Smith, secundarias cuyo protagonismo en el desarrollo de sus íntimas, y su feliz final, las hacen tan merecedoras de atención en la defensa de Austen de la correcta construcción de una relación. Es así que Austen sigue un patrón que se cumple siempre en el proceso de familiarización de estos personajes con los hombres de los que se enamoran, y que resulta vital para al final, poder casarse con ellos, y no con otros menos adecuados.

1. Conocimiento mutuo con el tiempo

El primer paso para la sólida relación entre dos personas es en Austen el paso de un cierto tiempo para que ambos personajes se conozcan adecuadamente. No es un paso fácil de seguir: muchas heroínas se enfrentan a la posibilidad de que en el transcurso de los meses siguientes a conocer a su enamorado, éste encuentre a otra posible esposa. “Miles de cosas pueden acontecer en seis meses”, observa Jane Bennet sobre su separación de Bingley. En mucho menos tiempo, como se ha dicho, algunos hombres se decidían por una esposa, y la presión familiar podía tener mucho peso en dichas decisiones. No obstante, en Jane Austen, este tiempo debe pasar. Jane Bennet es una gran sufridora de este paso, en el que la incertidumbre la mantiene preocupada, pero también este tiempo permite repetidas visitas y ocasiones de conversación para juzgar el carácter de Bingley. Es evidente que Elizabeth necesita más tiempo aún; y es el periodo inicial de su relación el que permite que se forme una idea del carácter de Darcy, si bien es errónea y no muy favorable. Elinor disfruta de un tiempo para decidir, en su fría racionalidad, que le gusta el señor Ferrars; y Marianne, si bien se precipita y no la conduce a nada bueno sino desilusión (como comentaremos más adelante), goza de la compañía de Willoughby y comparte pasatiempos con él. Catherine Morland conoce al señor Tilney en el centro de la actividad de la sociedad inglesa, los bailes de Bath; y tampoco duda en compartir excursiones y visitas con él para conocerse mejor. Qué decir de las dos grandes pacientes, Fanny Price y Anne Elliot, la una habiendo pasado media vida con Edmund hasta conocerle en profundidad, la otra conociendo a su amado y, luego de tener años para reflexionar sobre su error, teniendo que pasar un silencioso sufrimiento mientras reconecta con el capitán Wentworth. Así mismo, Harriet Smith conoce a Robert Martin desde hace tiempo, un tiempo en el que él se gana su corazón, al contrario que el señor Elton.

En el tiempo que estas heroínas se toman para conocer a sus futuros esposos, otras mujeres se precipitan a matrimonios que, en su delicada elegancia y moderado juicio, Austen “castiga” con finales de indiferencia, desaparición del amor y del respeto. Tales casos son los señores Bennet, Lydia y Wickham, o Lucy Steele.

2. Visita a la casa

Otro importante paso, de profundo simbolismo, es la visita de la dama a la casa del caballero. Este paso en la relación entre la heroína y su amado proporciona una oportunidad para que ella pueda juzgar mejor el carácter de él, y pondere sus juicios hasta ese momento.

Obvio ejemplo sería la visita de Elizabeth Bennet a Pemberley, que genera discusiones entre críticos sobre si tuvo o no, según ella misma bromea, una influencia de peso en su decisión de aceptar a Darcy. En Pemberley, Elizabeth es capaz de ver, por un lado, el auténtico nivel del estatus social de Darcy; pero por otro, también su lado humilde, bondadoso y amable. Fanny Price crece en la casa de Edmund y eso la permite conocerle en profundidad; Catherine Morland encuentra el culmen de sus fantasías en ver a Henry Tilney en la Abadía, pero sobre todo, éste se preocupa de mostrarle a Catherine su futura rectoría, con lo que Catherine puede reflexionar sobre el carácter auténtico y humilde de Henry, además de, como Lizzy, ponderar la clase de vida que tendrá junto a ese hombre.

Se hace notar que Emma está muy familiarizada con la abadía de Donwell que posee Knightley, hasta el punto de ser prácticamente la anfitriona de sus reuniones. Tambien Harriet Smith es conocida por la familia de Robert Martin y frecuenta. Austen engaña a todos sus lectores cuando permite que Willoughby le muestre Combe Magna a Marianne, haciendo pensar al lector, y a Elinor, que la reprende por su indiscreción, que su relación ha de tomarse en serio.

3. Desilusión

Como nudo principal de la historia, ha de haber una desilusión o malentendido que enfrente a la pareja, la separe, y así ponga a prueba la fortaleza de su afecto. En el caso de Jane Bennet, su moderación, en parte por su propia timidez, en parte, quizás, por contrarrestar la indiscreción de su familia, genera una incomunicación que complementa la fácil manipulación de Bingley, separándoles. Elizabeth es incapaz de abrir los ojos más allá de sus desencuentros con Darcy, y el orgullo impide que se entiendan. Emma no sólo es incapaz de ver y reconocer su afectó por Knightley, sino que además una y otra vez le decepciona con sus «travesuras» y las consecuencias de éstas. El obstáculo de Elinor es una mezcla de malentendidos y falta de comunicación, mientras que el Marianne es una pura desilusión por haberse precipitado; Willoghby no pasa la prueba de fuego, mientras que Brandon, con su constancia, previa invitación a su casa, y superación del primer juicio desdeñoso de Marianne, sí consigue conquistarla. Los obstáculos de Fanny Price y Catherine Morland, e incluso de Anne Elliot, resultan más físicos al aparecer rivales o un padre autoritario. En el caso de Catherine incluye la decepción de Tilney al asustarse de las imaginaciones de Catherine, y en el caso de Anne una barrera aún más difícil de luchar: el paso del tiempo.

4. Reconocimiento

Es sólo la superación de este paso anterior el que permite que los personajes austenianos sufran una anagnórisis, o reconocimiento: en irónicas y dramáticas exclamaciones, muchos aseguran haber estado ciegos. Elizabeth lo ha estado; Darcy se sobrepone a su orgullo, mejorando sus modales; Emma descubre su afecto escondido en su interior, hasta que Knightley confiesa; Edmund por fin reconoce el amor de Fanny; Anne y Wentworth son capaces de sincerarse; y Catherine Morland recibe la visita de un Tilney liberado de la autoridad de su padre. Jane Bennet y Catherine, igual que Harriet, consiguen librarse de las influencias de otras personas que constreñían su libertad para reunirse con sus elegidos.

Conclusión

Es solo superando y cumpliendo estos cuatro pasos que Austen construye sus relaciones. La mayoría de éstas van, pues, a contracorriente, y es una subversiva rebeldía de la autora el defender relaciones en las que la joven pareja se toma su tiempo para escoger, haciendo uso de una libertad difícil de conseguir en la época de Regencia, pero necesaria en las novelas de Austen para conseguir una relación satisfactoria y sana. Es pues para nuestra autora algo recomendable no precipitarse en la búsqueda de un marido y no sólo tomarse el tiempo de elegir como se hace en la actualidad, sino asegurarse de que la que se construye es una relación sólida, fundada en afecto y respeto mutuo.

Por Elena Truan

Confesiones de una pequeña Catherine Morland

Todas las heroínas de Jane Austen tienen algo en ellas con lo que el lector empatiza enseguida. En mi caso, fueron la pasión por la lectura y las opiniones de Elizabeth; la prudencia de Elinor, pero también la ilusión de Marianne. Cuando me preguntan cuál es mi novela favorita de Jane Austen, a veces quiero decir que es Persuasión por la fortaleza de Anne, pero otras recuerdo que Emma me entretuvo como nadie. Sin embargo, guarda un especial lugar en mi corazón la más joven y naÏve de las heroínas de Austen: Catherine Morland, de Northanger Abbey. Muy criticada por su alocada imaginación y su inocencia, Catherine siempre me recordó a mí cuando era más pequeña. No alcanzo a comprender cómo algunos lectores no se ven conmovidos por la frescura de una joven que sólo desea buscar aventuras. ¿No hemos sido todos alguna vez como Catherine?

Cuando era pequeña, pasaba muchas temporadas en casa de mis abuelos. Era una enorme casa de indianos, con una torre de escalera estrecha y un jardín lleno de altísimos arbustos; mucho menos siniestra que una antigua abadía, pero suficientemente misteriosa para una niña pequeña que había leído muchas novelas de aventuras. El jardín tenía varios caminos de piedra para bajar hasta los balancines sin resbalar en el césped húmedo. Silenciosos gatos se escabullían entre las cañas de bambú. Tras los arbustos había rincones frescos, aromatizados de rosas y agapantos, las casas de las hadas de distintos colores, donde podía una esconderse a escuchar el viento susurrar entre las hojas. El garaje escondía bajo el polvo todo tipo de trastos que, me gustaba y asustaba pensar, servían de guarida a fantasmas. El hall era amplio y luminoso y en sus salones sólo hay ecos de alegría y de las sonrisas de mis abuelos, que me daban de desayunar tostadas con miel. Pero en un rincón del hall, junto a un banco flanqueado por pequeñas águilas de hierro, una estrecha puerta conducía a unas escaleras curvadas que para mí eran el pasadizo secreto al lugar que ese día se me antojase. Sólo llevaban al sótano, con una cocina y una lavandería que no tenían nada de amenazador, pero el poder de mi propia sugestión era capaz de aterrorizarme hasta el punto de no poder pasar por aquel “pasadizo”. La torre donde trabajaba mi tío pintando sus cuadros era para mi yo de niña todo un desafío de subir, y aunque parte de mí sabía que sólo había cuadros y tubos de pintura, el poder de mi imaginación era capaz de paralizarme, y hasta la adolescencia no subí a aquella torre a visitar la cueva de los tesoros de mi tío el artista.

Por eso, cuando leí Northanger Abbey , a pesar de no encontrar a una heroína particularmente inteligente, independiente, o llena de opiniones, me enternecieron las ganas de Catherine de encontrar una carta misteriosa en el arcón o una trágica historia tras los retratos. El afán de aventura de Catherine es en mi opinión ambiguamente retratado por Jane Austen; es difícil ver si lo ridiculiza para censurarlo o si su narración está impregnada de ternura. Tal vez esté influida por la dulce interpretación de la magnífica Felicity Jones en la adaptación de 2007, pero Catherine Morland me resulta la más dulce de las heroínas. Su personaje está en contacto con el niño que todos llevamos dentro, y más aún, el niño lector; es esa vena quijotesca que se encuentra en una persona joven que ha leído toda su vida. Muchos se ríen de Catherine cuando se emociona por una absurda lista escondida en un baúl, pero es uno de los momentos con los que, como lectora, más me identifico de las novelas de Jane Austen.

Reflexionando sobre la acogida guasona que tiene Catherine en los lectores, y desde el recuerdo de los correteos por el pasadizo secreto y la silenciosa contemplación de la torre desde aquel balancín, quiero exhortar a los fans de Northanger Abbey a recordar ellos también. ¿Nunca miraron bajo su cama convencidos de que había un monstruo? ¿Nunca subieron de un salto a la cama por miedo a siquiera mirar? ¿Nunca subieron a un árbol para otear al horizonte? ¿O miraron tras los abrigos del armario “por si acaso” aparecían las ramas de pinos nevados de Narnia? ¿Esperaron, tal vez, junto a la ventana a una lechuza con una carta en el pico? Entonces tal vez no sean tan distintos de Catherine Morland.

Por Elena Truan