Confesiones de una pequeña Catherine Morland

Todas las heroínas de Jane Austen tienen algo en ellas con lo que el lector empatiza enseguida. En mi caso, fueron la pasión por la lectura y las opiniones de Elizabeth; la prudencia de Elinor, pero también la ilusión de Marianne. Cuando me preguntan cuál es mi novela favorita de Jane Austen, a veces quiero decir que es Persuasión por la fortaleza de Anne, pero otras recuerdo que Emma me entretuvo como nadie. Sin embargo, guarda un especial lugar en mi corazón la más joven y naÏve de las heroínas de Austen: Catherine Morland, de Northanger Abbey. Muy criticada por su alocada imaginación y su inocencia, Catherine siempre me recordó a mí cuando era más pequeña. No alcanzo a comprender cómo algunos lectores no se ven conmovidos por la frescura de una joven que sólo desea buscar aventuras. ¿No hemos sido todos alguna vez como Catherine?

Cuando era pequeña, pasaba muchas temporadas en casa de mis abuelos. Era una enorme casa de indianos, con una torre de escalera estrecha y un jardín lleno de altísimos arbustos; mucho menos siniestra que una antigua abadía, pero suficientemente misteriosa para una niña pequeña que había leído muchas novelas de aventuras. El jardín tenía varios caminos de piedra para bajar hasta los balancines sin resbalar en el césped húmedo. Silenciosos gatos se escabullían entre las cañas de bambú. Tras los arbustos había rincones frescos, aromatizados de rosas y agapantos, las casas de las hadas de distintos colores, donde podía una esconderse a escuchar el viento susurrar entre las hojas. El garaje escondía bajo el polvo todo tipo de trastos que, me gustaba y asustaba pensar, servían de guarida a fantasmas. El hall era amplio y luminoso y en sus salones sólo hay ecos de alegría y de las sonrisas de mis abuelos, que me daban de desayunar tostadas con miel. Pero en un rincón del hall, junto a un banco flanqueado por pequeñas águilas de hierro, una estrecha puerta conducía a unas escaleras curvadas que para mí eran el pasadizo secreto al lugar que ese día se me antojase. Sólo llevaban al sótano, con una cocina y una lavandería que no tenían nada de amenazador, pero el poder de mi propia sugestión era capaz de aterrorizarme hasta el punto de no poder pasar por aquel “pasadizo”. La torre donde trabajaba mi tío pintando sus cuadros era para mi yo de niña todo un desafío de subir, y aunque parte de mí sabía que sólo había cuadros y tubos de pintura, el poder de mi imaginación era capaz de paralizarme, y hasta la adolescencia no subí a aquella torre a visitar la cueva de los tesoros de mi tío el artista.

Por eso, cuando leí Northanger Abbey , a pesar de no encontrar a una heroína particularmente inteligente, independiente, o llena de opiniones, me enternecieron las ganas de Catherine de encontrar una carta misteriosa en el arcón o una trágica historia tras los retratos. El afán de aventura de Catherine es en mi opinión ambiguamente retratado por Jane Austen; es difícil ver si lo ridiculiza para censurarlo o si su narración está impregnada de ternura. Tal vez esté influida por la dulce interpretación de la magnífica Felicity Jones en la adaptación de 2007, pero Catherine Morland me resulta la más dulce de las heroínas. Su personaje está en contacto con el niño que todos llevamos dentro, y más aún, el niño lector; es esa vena quijotesca que se encuentra en una persona joven que ha leído toda su vida. Muchos se ríen de Catherine cuando se emociona por una absurda lista escondida en un baúl, pero es uno de los momentos con los que, como lectora, más me identifico de las novelas de Jane Austen.

Reflexionando sobre la acogida guasona que tiene Catherine en los lectores, y desde el recuerdo de los correteos por el pasadizo secreto y la silenciosa contemplación de la torre desde aquel balancín, quiero exhortar a los fans de Northanger Abbey a recordar ellos también. ¿Nunca miraron bajo su cama convencidos de que había un monstruo? ¿Nunca subieron de un salto a la cama por miedo a siquiera mirar? ¿Nunca subieron a un árbol para otear al horizonte? ¿O miraron tras los abrigos del armario “por si acaso” aparecían las ramas de pinos nevados de Narnia? ¿Esperaron, tal vez, junto a la ventana a una lechuza con una carta en el pico? Entonces tal vez no sean tan distintos de Catherine Morland.

Por Elena Truan

LEYENDO A ESCONDIDAS

         —¿Qué es eso que llevas ahí?

         —Un libro.

         —Ya eres raro, tío. ¿De qué va?

         —Es una novela de una escritora inglesa. Se llama Jane Austen.

         —Ni idea. ¿Qué pone? Or…gullo y… perjuicio. ¿Y eso qué es?

         —Es… una historia sobre… varias hermanas que…

         —¿Es de tías?

         —Bueno…

         —Joder… mira que eres rarito, chaval. Es que a veces no sé de qué vas. ¿O es para darle palique a la chavala?

         —Eh… sí, también.

         —Vale, venga, no te enrolles y termina de vestirte, que el míster se pone como una fiera si llegamos tarde. Y cuidao que no te lo vea más gente, que ya sabes.

         —Sí, procuraré que no se me caiga el jabón en la ducha.

Resultado de imagen de vestuario fútbol       Esa entrañable escena, desarrollada en el vestuario de un equipo de fútbol juvenil a principios de los ’80 del pasado siglo, es una muestra del equilibrio que debía realizar un amigo mío, un fulano heterodoxo que escondía entre el atavío de su equipo un ejemplar recién adquirido de la novela más famosa de Jane Austen.

En todo caso, esa escritora y esa escritura “de tías”, como se denominaba entre sus pares, le capturó de una manera fulminante por su peculiar sensibilidad, la forma de describir las emociones y los detalles del temperamento de sus personajes y un sentido del humor elevado y sutil.

Como mi amigo no buscaba en sus lecturas tormentosas pasiones, retorcimientos expresivos, Resultado de imagen de "leyendo a escondidas"psicopatías apremiantes o desgracias inacabables, sino que prefería encontrar delicadeza sentimental mezclada con mordacidad despiadada —aunque sutilmente escrita—, constancia en los afectos e inestabilidad en las aversiones, fortaleza de caracteres y profundización en las bases de la sinceridad y la amistad entre hombres y mujeres, acabó por caer y recaer en la lectura de todas las novelas de Austen que —no sin esfuerzo y manteniendo el equilibrio con sus otras pasiones— consiguió tener en sus manos.

NOTA: Basado en el texto que resultó premiado en el concurso “14 años del Sitio de Jane” (http://janeausten.org.es/), celebrado en el pasado mes de junio de 2016.

Por Fernando García Pañeda